martes, mayo 20, 2008

Cuando los monstruos son los padres

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MARÍA ANTONIA SÁNCHEZ-VALLEJO / 18/05/2008

 

El peligro está en casa. Padres, tíos, hermanos o vecinos acechan al 8% de la población infantil española. Nos acercamos a un drama tan grave como invisible -la violencia doméstica contra menores- a través de los dibujos y las palabras de niños que han sufrido abusos.

 

Un día, a los 18 años, Lola (nombre ficticio) pidió a su padre a gritos que la matase. Ese día, él, "un ser estricto, con mucho genio y la mano muy larga", dejó de pegarle. Pero tuvieron que pasar muchos más, hasta la muerte de su progenitor, para que Lola encarase su biografía y comenzara a considerar anormal haber sido una niña maltratada. Durante su infancia y su adolescencia, lo normal para ella era la violencia, y excepcional, el trato que recibían sus primos, niños queridos por sus padres. Desde que tiene uso de razón recuerda palizas, bofetadas, tirones de pelo o patadas hecha un ovillo en el suelo; hasta pellizcos en los pechos cuando se desarrolló. A los golpes se añadía el maltrato psicológico, una letanía de reproches que siempre incluía dos mensajes: "Eres una puta mierda. No vales ni para tomar por culo".

 

Hoy, a los 36 años, esta mujer, "normal, con un marido estupendo y dos hijos", se considera una persona feliz ("podría haber sido peor", dice amagando humor), pero rompe a llorar al desgranar sus recuerdos. Como, por ejemplo, querer a rabiar a su padre aunque la pegase. Como mirar la vida a través de sus ojos. Como no tener contacto físico con su madre para evitar los celos de él ("mi madre jamás nos daba un beso para no provocarle"). Hasta hace poco aún sentía pavor al oír un portazo como los que durante más de una década prologaron las sacudidas de furia de su padre. "Si suspendía, me pegaba; si me mandaba buscar una cosa y no la encontraba, me pegaba... Pero decirlo así equivaldría a buscar, y encontrar, un motivo para la violencia, y lo cierto es que pegaba porque sí, no había más explicación".

 

Los antecedentes familiares no hacían presagiar el maltrato, si es que el cliché de hogar violento sólo cabe en familias desestructuradas y al límite, que no es el caso. Lola pertenece a una familia de clase media-alta, con estudios y profesiones acordes, "gente con un nivel económico desahogado". Su madre tocaba el piano, su padre "ganaba un sueldazo". El marido maltrataba psicológicamente a la esposa, y a veces se le escapaban bofetones, "o le tiraba la comida a la cara". Una relación, un hogar, coagulados por el terror, los gritos y desprecios como el filo de un cuchillo.

 

Lola y su hermana fueron hijas no deseadas. "[Él] siempre nos decía que no había querido tener descendencia. Te machaca mucho saber que estás de más, sentir que sobras". Su perfil era el genuino de muchos maltratadores: dotado de "una inteligencia excepcional, era listo y cruel, y un encantador de serpientes fuera de casa". También tenía problemas psicológicos, que le fueron desamarrando del mundo a medida que envejecía, y en especial tras la separación conyugal, cuando Lola tenía 22 años. Ambos factores, el rechazo de la prole y su patología, son, explica Lola, indicadores de riesgo, pero eso lo supo mucho después, cuando, una vez muerto, decidió entender qué había detrás del miedo.

 

A Lola le ha hecho falta matar al padre dos veces: con la muerte de su imagen ("cuando se me rompió el ídolo") y con la real, al fallecer y enterrar con él la amenaza. Tras la segunda, hace una década, Lola tiró por primera vez de las riendas de su vida. Inició una carrera universitaria; hoy cursa la segunda. "En el colegio y en el instituto no hacía más que suspender. Los test de inteligencia a que me sometían daban resultados normales, así que todos decían que no aprobaba por vaga. Fracasaba porque estaba convencida de que no era capaz de hacer nada bien, ni aprobar, ni encontrar a alguien que me quisiera, o un trabajo. Pero murió mi padre y empecé a estudiar, encontré trabajo y a un buen hombre. Con mi marido he descubierto que los padres quieren a sus hijos, a veces incluso siento celos de que los quiera tanto, me resulta demasiado buen padre".

 

A sus hijos, Lola jamás les ha puesto la mano encima ("no es cierto que un niño maltratado se convierta en un padre maltratador"), y quiere ahorrarles esa losa del pasado. "No les voy a contar jamás lo que pasó, no creo que sirva para nada", asegura. Tampoco hay riesgo de que reciban algún soplo por parte de otras personas: en la familia de Lola no se habla del asunto. Viven en una localidad del norte de España de 50.000 habitantes donde todos se conocen, y "niegan el maltrato porque es una mancha en la familia". Nada de 2remover la mierda", mejor un manto de silencio sobre la deshonra. "Ni con las amigas hablaba de esto, ni con mi hermana, que lo ha olvidado. Y con mi madre toqué el tema por primera vez cuando yo ya tenía hijos. Ella confirmó todos mis recuerdos".

 

El sentimiento último de vergüenza, de haber hecho algo mal y ser merecedora de castigo, respalda la sombra que Lola proyecta sobre su futuro. Pese a ello, celebra que la consideración social del maltrato haya cambiado en España desde su experiencia, en los años setenta y ochenta. "En aquella época todos los padres pegaban algo, quién era el padre o la madre que no tiraba de zapatilla y te señalaba las nalgas durante días...". Pero hoy le parece impensable, porque "ya no es un asunto que suceda de puertas adentro, sino un delito, algo que compete a todos".

 

En efecto, no son raras las peticiones de cárcel, por no hablar de la retirada de la patria potestad o de órdenes de alejamiento, para los agresores. Un par de ejemplos: en 2000, los padres de Tamara, un bebé de nueve meses de Málaga, fueron condenados a cinco años y medio de prisión. Y en 2003, la Fiscalía de Madrid solicitó 17 años de cárcel para unos padres que causaron a su hija, con 54 días de vida, fracturas costales y de fémur y lesiones hemorrágicas e isquémicas, con el resultado de una severa atrofia cerebral. A los primeros se les condenó por sendos delitos de lesiones; a los últimos, por asesinato en grado de tentativa con la agravante de parentesco. Porque, como recuerda la jurista Blanca Gómez Bengoechea, del Instituto Universitario de la Familia de la Universidad Pontificia Comillas, "el maltrato infantil no constituye un delito tipificado en el Código Penal, sólo una agravante -por ejemplo, de un delito de agresión o lesiones- cuando las víctimas son menores o especialmente vulnerables. Las leyes españolas no contemplan el maltrato infantil autónomamente, no existe nada parecido a la Ley de Violencia de Género".

 

Más de 275 millones de niños sufren en el mundo algún tipo de violencia o abuso doméstico, según estimaciones de 2006 de Unicef y la ONU. Calcular con precisión cuántos son en España es difícil: en diciembre pasado, el entonces director general de la Policía y la Guardia Civil, Joan Mesquida, hablaba de "más de 3.000"; otras fuentes elevaban la cifra a 30.000. No hay un registro unificado de casos, y las cifras oficiales sólo suponen la punta del iceberg de un fenómeno sometido aún al tabú de la privacidad. Como venía sucediendo, hasta hace nada, con la violencia contra las mujeres. Según el registro del Ministerio del Interior -que sólo recoge actuaciones de la Policía Nacional y la Guardia Civil, no de los cuerpos de Seguridad autonómicos-, en 2005 se detectaron en España 171 casos de maltrato habitual en el ámbito familiar contra menores de 13 años; 119, en chicos de 13 a 15, y 178, en el tramo de edad de 16 a 17. La mayoría eran chicas: el 63,3%, frente al 36,7% entre los chicos. La casuística oficial no distingue entre los cuatro tipos de maltrato existentes: maltrato físico, maltrato emocional, abuso sexual y abandono o desatención.

 

Pero lo que es peor, el registro de Interior queda, para muchos, a años luz de la realidad. Frente al 0,8% de las estadísticas oficiales, algunos expertos se atreven a hablar de una incidencia real del 8%. José Sanmartín, director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, es uno de ellos: "El maltrato en España debe de oscilar en torno a un menor [maltratado] por cada 1.200 o 1.250. Se ha producido además un incremento muy notable desde 2001, cuando había un menor maltratado por cada 2.500 o 2.600; prácticamente se ha doblado el número. Pero puede que, más que de un aumento de los casos, lo que asome a las estadísticas sea una mayor visibilidad del problema. Creemos que se trata más bien de lo segundo, gracias al funcionamiento de los protocolos de detección por parte de Sanidad y Servicios Sociales".

 

Los datos más actualizados, contenidos en la Encuesta de infancia en España 2008, de la Universidad Pontificia Comillas-ICAI-ICADE y la Fundación SM, confirman este porcentaje: la violencia en el hogar afecta a entre el 7% y el 10% de los menores. Según este estudio, obra de Fernando Vidal y Rosalía Mota, "en España hay 175.000 niños de 6 a 11 años y 140.000 preadolescentes a los que al menos uno de sus padres pega con frecuencia". El universo de la investigación fue la totalidad de la población infantil comprendida entre 6 y 14 años, ambos incluidos, lo que teóricamente permite hacerse una idea mucho más aproximada que mediante los pobres datos de Interior, basados sólo en actuaciones policiales.

 

Los casos más graves ocurren en bebés: "El mayor número de muertes por maltrato ocurre entre los 0 y los 24 meses. En todas las franjas de edad hubo 51 menores asesinados entre 2004 y 2007", afirma José Sanmartín. Y, contra lo que apunta Interior, parece que este tipo de violencia doméstica se ceba más en los varones: son víctimas de ella el 9% de los niños entre 6 y 11 años, frente al 5% de sus coetáneas, según la Encuesta de infancia en España 2008. Para este informe, el escenario también está claro. "A los niños de clase baja, los padres les pegan con frecuencia, el doble que a los niños de clase media-alta": el 7,8%, frente al 4,1%. Pero las familias más acomodadas no son una excepción. Como el próspero hogar de Lola.

 

Invisibilidad es la palabra más repetida por todos quienes se ocupan -se preocupan- de este fenómeno. "No existe suficiente conciencia social ni mediática. Las mujeres luchan en defensa de sus derechos, pero los menores tienen que hacerlos valer a través de los adultos. Además, los niños siguen considerándose mayoritariamente propiedad de los padres", recuerda Sanmartín. Blanca Gómez Bengoechea incide en la impunidad que envuelve al padre que maltrata, pero también en los errores en la cadena de protección al menor: "El maltrato infantil sigue siendo invisible. Se necesita que las denuncias prosperen: algunos niños que llegan al hospital en coma tenían un expediente [de los servicios sociales] previo. Echo de menos un planteamiento global de la violencia doméstica, que es toda la que sucede en los hogares".

 

Alba, la niña de Montcada i Reixac (Barcelona) con lesiones irreversibles por los malos tratos infligidos por su madre y el compañero sentimental de ésta, quedó en coma en 2006 por inacción de la Administración: un parte médico previo de "lesiones compatibles con malos tratos" se perdió en la cadena de transmisión entre juzgados, policía y servicios sociales. Los padres de un bebé de cinco meses hospitalizado en Málaga en marzo, privados con anterioridad de la tutela de otros vástagos, fueron puestos en libertad sin cargos mientras su hijo aún permanecía ingresado. Un menor con lesiones gravísimas por una paliza fue atendido en el hospital y devuelto a casa, con sus padres, con promesa de seguimiento por parte de unos servicios sociales que ya habían levantado acta previa del riesgo. Este último caso es referido por un trabajador social que se ampara en el anonimato y deplora "la sensación de total impunidad" que los padres pueden inferir de tal medida. "Es inevitable ver una correlación con el cúmulo de errores judiciales que dejaron en la calle al asesino de Mari Luz Cortés, la niña de Huelva presuntamente asesinada por un pederasta convicto, pero libre"

 

"El sistema de protección no está funcionando todo lo bien que debería, porque devuelve a los niños al lugar donde pasan miedo. Las medidas cautelares sólo se dan en casos extremos", lamenta Gómez Bengoechea. "Existe una preferencia clara por mantener el vínculo con la familia, porque se considera que los niños no deben estar en centros de protección. ¡Luego nos vanagloriamos de los pocos niños tutelados que hay en España! Nos podemos tirar años revisando un expediente, pero debería haber unos plazos máximos en interés del menor. Porque todo ese tiempo que se pierde opera en contra del crío".

 

"Hoy por hoy, todavía hay sensación de impunidad en la sociedad, hay mucho maltrato por detectar. Lo que ha pasado con Mari Luz es una clara muestra de ello. Pero la infancia no parece prioritaria, al hijo se le sigue viendo como una propiedad personal", apunta Ana Berástegui, psicóloga del Instituto Universitario de la Familia de la Universidad Pontificia Comillas. "Los maltratos más graves son los sistemáticos, los prolongados en el tiempo. El abuso sexual y el maltrato psicológico, o emocional, son los casos más difíciles de detectar, porque son situaciones rodeadas de secreto y en las que la víctima depende mucho de la persona que los perpetra, seres necesariamente cercanos, porque, si no, no se producirían. Un niño que vaya al colegio sucio resulta más evidente, igual que uno con hematomas u otras señales de golpes. También a las víctimas les resulta más difícil recuperarse cuando los abusos son prolongados", añade.

 

En el trabajo clínico con niños maltratados, Ana explica cómo muchos psicólogos recurren a técnicas proyectivas o psicodramáticas para comunicarse con los niños a partir de funciones de teatro o dibujos. "Verbalizar la violencia es difícil, son pequeños, y con ellos trabajamos no verbalmente: asumen el papel de otro en una función de teatro, o bien les pides que interpreten una historia de padres e hijos como si fuera una ficción. A la hora de pintar, suelen hacer dibujos muy desestructurados: padres gigantescos e hijos pulgarcitos; dientes muy fuertes, músculos muy pronunciados... Es a partir de esa expresión cuando se empieza a hablar con el niño, a escuchar lo que significa para él".

 

Como muchos de los dibujos que ilustran este reportaje. Los muestra Rosa Arruabarrena, trabajadora social y presidenta de la Asociación Vasca para la Ayuda a la Infancia Maltratada (AVAIM), una de las diez que integran la Federación de Asociaciones para la Prevención del Maltrato Infantil (FAPMI). Son garabatos, trazos o colores cargados de sentido, aunque en apariencia distorsionados, cuando no atrozmente explícitos; explicaciones de vivencias para las que los niños aún no tienen vocabulario ni conceptos. Los menores, que a menudo aparecen autorretratados, "se ven a sí mismos en las imágenes que reciben de sus padres". Lo ven -se ven- así: un adolescente de 14 años, víctima de abusos sexuales desde los 3 hasta los 13 años por parte de un tío materno, dibuja un cuerpo humano con cuatro pechos y un pene (confusión sexual). Una chica de 14 años, víctima de abusos sexuales por sus padres y su hermano mayor, y que a su vez abusaba de sus hermanos menores, representa a todos los miembros de la familia metidos juntos en una cama, ella con el cerebro a punto de estallar. Una niña de 10 años, violada vaginal y analmente por su padre desde que tenía seis meses, retrata a su torturador crucificado, atado con grilletes y con los genitales seccionados en el suelo, y el pubis tachado (deseo de venganza). Un crío de siete años, víctima de maltrato emocional, se pinta a sí mismo como un ogro rojo (pobre concepto de sí mismo). Una de seis, víctima de maltrato físico, psicológico y negligencia ?la madre la intoxicó con metadona para calmar sus lloros, producto de una otitis?, traza una figura que recuerda la obra El grito, de Munch: inclinada, torcida, inestable; le ha quitado los pies (desvalimiento, inseguridad) y redimensionado con sombras.

 

Una tormenta de sentimientos negros. Ana Berástegui enumera las etapas de ajuste psicológico que experimentan las víctimas: "Primero, miedo; luego, culpa, y más tarde, ira, cuando se dan cuenta de que lo que les ha pasado no debería haber sucedido. Esto último suele ocurrir cuando se van haciendo mayores. A veces no saben canalizar la rabia: pueden dirigirla contra ellos mismos o contra el agresor, a través de denuncias, o bien contra otros miembros de la familia, por inacción o falta de apoyo". Como Lola, que ha culpado durante años a su madre de lo que padeció: "Entiendo sus razones, su temor a enfrentarse a mi padre, que también la torturaba, pero creo que reaccionó demasiado tarde. Yo jamás habría tolerado que mi pareja le diera una paliza a mi hijo".

En la pantalla del ordenador de Rosa Arruabarrena parpadea la presentación en PowerPoint del doloroso material de agravios. Los dibujos pertenecen a la exposición La huella del maltrato, organizada por la Asociación Madrileña para la Prevención de los Malos Tratos en la Infancia, miembro también de FAPMI, con el propósito de concienciar a la población y alcanzar una tolerancia cero hacia el maltrato infantil, meta aún distante. A la sesión de diapositivas asisten, demudadas, Araceli, Lucía y Marián, tres estudiantes de 2º de Educación Infantil de la Universidad Autónoma de Madrid. Han recurrido a FAPMI -previa búsqueda en Google- tras escoger el maltrato infantil como tema optativo para un trabajo; junto con otros cinco compañeros, son las únicas de una clase de 125 alumnos que se han inclinado por esta problemática. Por extraño que resulte, el fenómeno de los malos tratos a menores no se estudia en ningún tramo de la carrera que forma a los futuros profesores de niños de cero a seis años, "los primeros filtros del sistema de detección", según Arruabarrena. ¿Otro hecho que engorda la masa oculta del iceberg?

 

"La infancia sigue siendo invisible", recuerda Arruabarrena. "Además, hay unos maltratos más indetectables que otros, por ejemplo, el de tipo emocional, o todos los que sucedan entre los cero y los cuatro meses, cuando al bebé sólo lo ven sus padres y el pediatra; de hecho, no llevar a un bebé al pediatra puede ser una señal de alarma. También suelen ser los más graves: un simple zarandeo a un bebé puede resultar fatal. Y cuanto más pequeños sean los críos, peor verbalizarán lo ocurrido, más culpables se sentirán y menos responsabilizarán al adulto. Casi todas las detecciones se dan en la escuela, el sistema de salud o los servicios sociales. Por eso en la escuela harían falta programas para identificar este tipo de situaciones". Por eso, entre dibujo y dibujo, la profe Arruabarrena recomienda a sus improvisadas alumnas "la máxima fluidez [en el contacto] con los servicios sociales más próximos, que son los que van a activar el mecanismo de respuesta ante un presunto caso de maltrato".

 

La jurista Blanca Gómez recuerda que es "el trabajador social municipal el primero que da la voz de alarma, aunque ese técnico no es, por desgracia, quien decide la ayuda o los medios, o el calendario" para solucionar el problema. Además, "numerosas instancias están saturadas de expedientes". La letanía de quejas por el insuficiente engranaje del sistema no cesa: "Aquí [en España] se prueban muchas cosas antes de guardar o tutelar a un niño, pero no podemos estar dando palos de ciego. El planteamiento legal y administrativo de la protección de menores, que está necesitado de una profunda reforma, sigue siendo favorable a la familia, pero el interés del menor no siempre es estar con su familia biológica. Por eso hay tan pocos niños adoptables. Hay niños acogibles, pero plantearse un acogimiento da miedo, por la inestabilidad de los vínculos y el miedo a la familia biológica", opina la jurista. Alrededor de 30.000 menores están bajo la tutela de la Administración en España; se ignora cuántos de estos hijos del Estado son amparados por una situación de malos tratos.

 

Lucía, la más locuaz de las alumnas de Magisterio que asisten a la clase práctica en la sede de FAPMI, no da crédito a los dibujos que ve en la pantalla. "Tengo la piel de gallina, me ha impactado mucho. En dos años [de carrera] no hemos dado nada parecido; tenemos un montón de asignaturas inútiles, y de esto, ni una palabra. Y es que a mí sigue sin entrarme en la cabeza cómo alguien puede maltratar así a un niño". Pero, si no razones, sí hay causas, un rosario de factores de riesgo que, imbricados, constituyen la trama oculta de los golpes, las amenazas o el desprecio. Rosa Arruabarrena enumera algunos: "Problemas psicológicos, toxicomanías o adicciones como el alcoholismo o la ludopatía; poca tolerancia al estrés, falta de estrategias para afrontar los problemas; conflictos conyugales, separaciones o divorcios, violencia de género; número de personas en la familia, hijos no deseados; desempleo, falta de recursos, aislamiento social o falta de soporte vecinal... También el hecho de que un niño sea prematuro lo hace más proclive al maltrato, porque exige mayor atención; lo mismo puede decirse de los hiperactivos o los discapacitados, que tienen menor capacidad de comunicación con su entorno. Y si el niño es testigo de episodios de violencia de género será sin duda víctima de maltrato emocional". Pierde peso la teoría que ve a los maltratadores como enfermos mentales; como sostiene la presidenta de AVAIM, "son muy pocos los que sufren patologías de este tipo". También la de la transmisión intergeneracional del maltrato, o repetición del patrón violento. Porque, como subrayaba Lola respecto al trato que da a sus hijos, un niño maltratado no tiene por qué convertirse en padre maltratador. A veces.

 

A la invisibilidad del maltrato podría sumarse la manga ancha con que la mayoría de la población española ve el hecho de propinar una bofetada a un hijo. Según datos del CIS, el 56% de los españoles mayores de 18 años está a favor de un correctivo de este tipo. Pero, por una vez, la legislación marca el paso a la sociedad hacia un horizonte de tolerancia cero, y no al contrario: en diciembre pasado desapareció del artículo 154 del Código Civil el último resquicio de legalidad del cachete, una mención sobre el derecho de los padres a "corregir moderadamente" a los hijos. Aun así, varios grupos políticos (PP, PNV, CiU y Coalición Canaria) se opusieron con chuscos argumentos ("este sistema ha funcionado siempre", "cuando son pequeños, sólo aprenden con un azote en el culo") a la supresión de la frase durante la tramitación en el Senado.

 

Pero de nada sirven los avances cuando el vecino, el familiar o el amigo mantienen la boca cerrada en vez de dar la voz de alarma. O un simple espectador. Como Lola. Hace unos meses, "como parte superimplicada en el asunto" que se siente, notificó la existencia de un caso de maltrato en el colegio al que acuden sus hijos. "Informé a Menores de que una madre estaba maltratando a sus dos hijos. Porque todos tenemos la obligación de hacerlo". También hace hincapié en esta forma de detección precoz Rosa Arruabarrena: "Quien notifica un presunto caso de maltrato no es un chivato, sólo cumple con su obligación, el artículo 13 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor". La jurista Blanca Gómez enfría con una gota de escepticismo la eficacia del aviso: "Notificar o denunciar un presunto maltrato es jugársela un poco".

 

En cualquier caso, y pese a que Arruabarrena bromea sobre el escaso número de socios de las asociaciones contra el maltrato ("La sociedad protectora de animales tiene mil veces más socios que nosotros", lamenta entre risas), se atreve a recordar una anécdota que pone fecha de inicio a la consideración social y legal del fenómeno. En 1874 se ganó en Estados Unidos el primer proceso judicial que defendía a un menor -una niña neoyorquina, en concreto- de los malos tratos infligidos por su madre. Fue a iniciativa de la Sociedad Protectora de Animales, pues la policía se había negado a intervenir, al no existir ninguna ley de protección a menores ni, menos aún, algo tipificado como maltrato infantil. Sí había, en cambio, normativa para proteger a los animales. La cobertura legal del proceso se amparó entonces en el argumento de que la niña formaba parte del reino animal y merecía tanta protección como un perro.

 

Ha pasado un siglo largo de la anécdota, pero, a diario, decenas de niños experimentan reproches y descalificaciones. "No vales para nada". "Eres un desastre". "Nunca llegarás a nada". Un goteo capaz de horadar una piedra. O descargas físicas que les cruzan la cara o dan con su cuerpo en el suelo, cuando no en la cama de una UCI. O abusos sexuales, o violaciones que a veces concluyen en embarazos o en suicidios. No obstante, Rosa Arruabarrena advierte contra la tentación de demonizar a los maltratadores: "Hasta ahora, lo que se está haciendo es culpabilizar a los padres. Pero hay que tener en cuenta que los padres maltratadores son responsables, no culpables. Los niños quieren a su papá y su mamá, no los van a ver nunca como verdugos".

 

Igual que Lola, debatiéndose entre su amor filial, ese enroscado complejo de Electra, y su carga de miedo y dolor. Después de matar al padre dos veces, no está muy segura de haberlo conseguido, como si a su querido monstruo le sobrasen las vidas, como a los gatos. "Me fastidia el amor que sentía por él. A pesar de ser una mala persona, sentía adoración por él. Le quise hasta que se murió; ahora no sé si le quiero".

 

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